La urbe donde moraba, luego de dos décadas de ausencia, le parecía una alucinación en el que miles de volutas luminosas flotaban sobre los parques y las casas. Llegó de incógnito. Veía a su alrededor caras muy nuevas, lustrosas unas, como recién emancipadas de la máscara que las oprimía; otras buscando novedosas fisonomías, sobre todo rostros de mujer. Una suerte de alquimia existencial se daba en torno del recién llegado. Algo así como aquel Dublín de Joyce que cobijaba vivencias de personajes como Stephen Dedalus, en Ulises.
Sólo venía de visita, para recordar, no para buscar un destino que lo definiera, que lo marcara. Sin embargo, sus pasos lo conducirían a presentarse como un personaje que vino desde tierras extrañas. En efecto, en su entrada a la ciudad, Daniel Ferrer tuvo la sensación de ser un raro en su propia tierra. Y en realidad sí lo era, o parecía serlo, pues en su larga ausencia la localidad había borrado sus rasgos más comunes. Los lugares emblemáticos apenas resaltaban entre las brumas de su memoria. Esa transformación citadina en los albores del siglo XXI era el resultado de una simbiosis en la que esa sociedad sentía su desarrollo dentro de los cánones de un crecimiento material y cultural con una superestructura de raíces legendarias. Extraño comportamiento. Tal vez inspirados en la remota Grecia.
Pero nada debía atormentarlo – pensó Daniel durante el trayecto de la vía que lo llevaría a su antigua residencia en el sector La Carolina. El taxi lo dejó muy cerca de la muralla que ahora resguardaba la casa donde hace treinta y cinco años había nacido. Del lugar sólo resaltaba una gran fuente en las inmediaciones del parque, lo demás había sido urbanizado con pequeños edificios de apartamentos y locales comerciales. Allí estaba solo, con su valija y un paraguas que había comprado en una tienda cerca del aeropuerto. Decidió, al término de pocos minutos, pulsar el timbre de la entrada principal de la residencia. ¡Cómo había cambiado aquel lugar! –dijo para sí, casi al mismo tiempo que la figura de mujer casi anciana apareció en el dintel de la puerta. Había comenzado a caer una leve lluvia y se apresuró a identificarse ante la que parecía ser la encargada del inmueble.
-¿En qué puedo servirle? Preguntó la señora.
– Buenas tardes, soy Daniel Ferrer… y tu pareces ser mi tía Esther.
-¡No puede ser!, dijo la señora. ¿Tú eres Daniel, el mismo muchacho que se fue hace veinte años para no sabemos dónde?
-El mismo, dijo el joven, y dio dos pasos hacia el interior de la vivienda.
– Aquí me tiene de nuevo en mi tierra; pero por poco tiempo, porque tengo que regresar a Berlín a cumplir con algunos compromisos de trabajo. Veo que todo el barrio está transformado, si no fuera por el nombre de la calle y el número de la casa no habría llegado hasta aquí.
La señora Esther Ferrer, quien es tía paterna de Daniel, le prodigó atenciones de bienvenida y lo alojó en una cómoda habitación. Eran las cinco de la tarde y la temperatura había bajado un poco con la lluvia.
Recordó que solía visitar con frecuencia aquel paraje que acostumbraba pasear junto a su padre, lugar muy cercano al río, en el cual su espíritu se recreaba en la contemplación de una hermosa flora y la nerviosa carrera de algunos animales como ardillas y conejos. Pero ahora la realidad era otra. En su visita al parque, contempló con asombro la alteración del paisaje que algunos urbanizadores habían sometido al arbitraje de la modernidad. Se talaron muchos árboles, y eso, para comenzar, era la evidencia de una barbarie apoltronada en la sede del cabildo local. Vio, con tristeza, la ausencia de los animales que recordaba; sólo unos arrendajos habían hecho nido en uno de los pocos apamates que reinaban sobre el ambiente. De resto, ciertos monumentos al estilo clásico y una pequeña laguna donde llegan patos silvestres y una que otra nutria rescatada de la leyenda. Pensó que este tipo de humanismo pertenece a los nuevos hombres con que cuenta la ciudad, sacados de la política y con ideas de un diferente naturalismo.
Daniel se dejó ver por el centro de la población. El caos automotor de antaño había sido dominado, nuevas vías y atractivas obras con ornamentos clásicos habían sido incorporadas. El año 2020 tenía en esa ciudad novedosas formas de ver la vida urbana. Los centros comerciales y culturales colmaban buena parte de la ciudad. Ningún transeúnte que le pasó al frente o a los lados lo reconoció. Era otra gente. No era la misma ciudad en había vivido hasta cumplir los 15 años. En estos momentos estaba flotando sobre el espejismo que fusiona su presente con su pasado. El eco de una sirena retumbó en el ambiente y la multitud se apartó para dar paso a una ambulancia.
Los siguientes días se dio a la tarea de organizar algunas cosas relacionadas con el legado de sus padres, los cuales habían dejado de existir hace pocos años. Al cabo de un mes en la localidad, luego de una breve despedida, preparó su valija y tomó un taxi para dirigirse al aeropuerto. Retornaba a Europa tras una insólita experiencia en su pueblo natal.