Emilio Arévalo Braasch
Desde niño se acostumbró a mirarlo con la curiosidad infantil que da a lo abstruso dimensiones de fantasía. Allí estaba siempre, enhiesto, adherido a la pared del dormitorio de su abuelo Francisco Ascanio Solórzano, propietario del hato La Ceiba en las inmediaciones de Palo Seco, población cercana a Calabozo.
Como sucede invariablemente, el respeto al “eso no se toca” se fue perdiendo con la complicidad del tiempo y la frecuencia óptica hasta llegar al mágico instante de extender la mano para asir el objeto. Entonces, al sacarlo de
su funda, se produjo el milagro que solo la imaginación desbordada puede desdoblar a sus anchas al relacionar la osadía con otras vivencias, héroes reales y de películas, personajes de historietas o creados por la mente, figuras religiosas, estatuas, cuadros, estampas de almanaques.
Un día se encaramó en el corcel de la plaza, sustituyendo al prócer de espada en alto; otro, practicó los pasos de esgrima de los mosqueteros vistos en la función de matinée del antiguo cine Patio de San Juan de los Morros; en oportunidades se introdujo en la tira cómica de moda e imitó los mandobles descargados por El Guerrero del Antifaz a los invasores sarracenos aposentados en el Al-Ándalus; hasta cometió el “sacrilegio” de creerse el arcángel Miguel que su madre mantenía en el altar íntimo, ocupado en la noble tarea de despanzurrar a un Satanás cornúpeto y rabo de punta triangular. El arma llegó a ser la prolongación de su brazo en las visitas a la propiedad del abuelo.
Don Francisco Ascanio fue hombre de trabajo, practicante de la trashumancia comercial que había reemplazado a la otra, la de sobrevivencia; ancestral hábito que de norte a sur y viceversa marcaba estaciones estivales e invernales. Desde La Ceiba, con rumbo meridional, iniciaba a la salida de aguas el itinerario en zigzag que lo conduciría a las islas distantes y profundas comentadas por Lazo Martí en su silva. Finalizado el verano, la marcha ascendente hacia las tierras altas, próximas a las estribaciones montañosas de la cordillera central, se convertía en camino desandado, zigzagueante de nuevo, en busca de poblaciones y asentamientos capaces de suministrar apoyos, refuerzos, fugas amorosas y romances pasajeros.
Se desechaba el camino recto de vegetación intrincada, zonas boscosas favorables al accionar de fieras y asaltantes, terrenos quebrados y hondonadas de difícil tránsito para los semovientes, hasta llegar a la margen izquierda del Apure por una vía indirecta pero más segura. De Palo Seco a Calabozo o Misión Abajo, luego hacia Tres Moriches, la laguna donde pernoctó el ejército Libertador; en 1818; desde ese punto, en leve deriva hacia el suroeste, enfrentarse al río Orituco para conseguir vados propicios como paso Galvis. Retomado el sur franco, la caravana penetraba en áreas despejadas y casi solitarias que exigían mayores precauciones, a la vez de faenas adicionales para poner a punto los campamentos utilizados en viajes anteriores, con seguridad deteriorados por la ocupación de otros viajeros. Garzón Seco, El Manguito, Paso El Caballo, Corral Viejo, Yegüera La Cruz, hasta alcanzar los medanales del norte de Cazorla, suelo firme para el andar presagiador de comunidades y ansiados reposos. Atrás habían quedado los repechos, las incómodas hondonadas, el suelo abrupto y la soledad.
De Cazorla al río, hasta llegar a las playas de Caujarito, cambiaban paisajes y ánimos, estos últimos por la presencia de rostros conocidos y nuevos, féminas amables, gestos, saludos y sonrisas de bienvenida. La proximidad del agua aligeraba el paso, mientras la mente acicateaba recuerdos. Pisadas alegres de hombres y bestias que presentían la inmediatez líquida y el encuentro deseado con las promesas de amor del último verano: la muchachita de senos firmes y sonrisa complaciente que ya andaría por los quince, la viuda del pescador o la hermana del bonguero, o cualquiera que pudiera apaciguar el guayabo de la pasada travesía, cuando al inquirir por el paradero de la joven, la respuesta concitó el silencio, “ésa, ésa se fue con un amansador de La Candelaria”.
Mangas Coveras era la entrada a los feraces dominios conformados por la telaraña hídrica del Apure y del Apurito, ramal norteño que se desprende del curso principal a pocos kilómetros de sobrepasar la ciudad de San Fernando y así, divorciado por completo del Apure, bordea la parte suroccidental del estado Guárico para ir a descargar sus aguas en el Orinoco, donde las dos pinzas fluviales se vuelcan independientemente al este de isla Garcitas: el Apurito desagua por el norte en Boca de Guárico, mientras el Apure lo hace por el sur en el sitio de Boca de Apure.
En esa mesopotamia llanera, surcada por innumerables caños y quebradas, se encuentran las islas que recibían a pastores y ganados provenientes de los llanos altos centrales: isla Inglesa, picacho de Manatí, brazo Caujarito, puerto de Garcitas, isla Guamal, isla Apurito, Rincón de las Mulas, Revenga, son algunos de los toponímicos de la zona. El más importante para la narración, isla Guamito, propiedad en aquellos tiempos de don Francisco, el abuelo de Juan.
Llegaron los guariqueños
Y trajeron sus ganaos
Retirense de nosotras
Los jediondos a pescao
Estos versos, citados por el poeta Alberto Arvelo Torrealba1, son por demás reveladores del acontecimiento que significaba el arribo de los trashumantes llaneros a los fértiles lugares de pastoreo. Los atribuye el barinés a “un recio caporal de caravanas migratorias”, quien a su vez se los endilga a las muchachas isleñas, según él cansadas de comer quinchonchos y sancochos de guabinas. “Nosotros, los guariqueños, les llevábamos carne”, frases cuya ulterior connotación revela el picaresco empleo del alimento en conquistas amorosas, reafirmado por las supuesta autoras, o autora, en el “Retírense de nosotras” del tercer verso de la cuarteta.