La insoportable pesadez de leer | Revista Jot Down


Por Fernando Olalquiaga

cortázar-1«A mí me gusta mucho leer, pero no tengo tiempo». Durante los fríos meses de invierno, y también durante los más templados que los anteceden y suceden, otras actividades más esenciales ocupan nuestros días. Actividades que comprenden, entre otras cosas, correr, correr y correr por los parques y aceras públicas, jugar al pádel de gorra en selectos clubs privados, acudir a clases de yoga e intentar esta vez no quedarse dormido, depilarse cualquier cosa (salvo esas cosas), estudiar filología, economía o ingeniería; ver películas suecas, checoslovacas, búlgaras (ver películas subtituladas); tocar con la guitarra eléctrica las partes para flauta de las canciones de Jethro Tull, ya sea bien o muy mal; irse a bucear al L’Estartit o a hacer surf a Mundaka; entrar en un campo de fútbol para ver fútbol; acudir a una cata de sake y prestar atención, puede que incluso tomar «notas de cata»; hacer coladas propias y ajenas, ver porno gratis en páginas web que reproducen ciertas prácticas sexuales que están más cerca del art decó que del sexo guarro, o en otras en las que el adjetivo guarro se queda muy corto —estas son las buenas, las más graciosas y otras tantas ocupaciones que consumen nuestro tiempo libre y nos definen como seres dotados de alma. Ese tipo de cosas sin las cuales no podemos vivir, que no llegan a gustarnos tanto como sentarnos con un libro entre las manos (y a veces leerlo), pero que son tan ineludibles que no nos dejan dar rienda suelta a nuestra verdadera afición. Y no he tocado el tema de la bicicleta. De verdad, no tengo tiempo.

Al llegar las vacaciones de verano por fin podemos relajarnos. Pero, ojo, elegimos lecturas de verano; ligeras, intrascendentes, divertidas. Que no nos hagan pensar. Me gusta mucho leer, pero no tengo tiempo para eso. Y lleno está el camino de las sombras de libros a medio leer, así que abnegados ascetas velan en alguna parte por todos nosotros consumiendo cada volumen que haya sido escrito por la mano del hombre o inspirado por la voluntad de Dios, y aquí mismo recogemos su mensaje y les recomendamos las lecturas que deben evitar a toda costa, salvo que quieran incorporarlas a los ritos de iniciación de alguna religión que se estén inventando. El culto al cuerpo, por ejemplo. Lean estas referencias y desarrollarán una reacción pavloviana a la letra impresa que les hará rebuznar y girar la cabeza 360º en sentido antihorario con solo intuir el ligero rumor de un pasar de páginas. Y todas las horas liberadas de la esclavitud que supone la afición a leer las podrán dedicar a esa manifestación del agotamiento del hombre que los adeptos llaman pilates. Peores cosas se han visto.

1. Trilogía americana, Philip Roth.

Philip Roth se hace viejo, y le apetece que todos nos enteremos. Si bien es verdad que las tres novelas que componen esta trilogía, que Galaxia Gutenberg nos presenta bien juntitas en un tomo de 1300 páginas, escarban en la superficie del sueño americano para descubrirnos miserias que todos adivinamos y que no son exclusivas de aquel país, por mucho que en Europa nos empeñemos todo está impregnado de un aire de decadencia y senectud que resultará insoportable para cualquiera que ya esté más cerca del fin de sus días que del comienzo de su vida, y viceversa. O sea, para todo el mundo. Igual que en una novela de Agatha Christie todo el mundo espera la aparición de un lechero o un tendero, en las novelas de Philip Roth nunca faltará una próstata del tamaño de un balón de fútbol (en las traducciones peor informadas, aseguran que del tamaño de un balón de rugby).

Lo mejor de Philip Roth es la anécdota que cuenta cómo en cierta ocasión el mismo Roth acudió a comer a un restaurante judío de Nueva York. Allí, mientras el dueño vigilaba apostado en la caja registradora junto a la salida, un camarero chino le atendió en perfecto yiddish. Al ir a pagar en la caja, Roth le hizo saber al dueño que estaba muy sorprendido de la capacidad de su empleado para manejarse con tanta soltura en la lengua asquenazí. «¡Shhh!», le contestó el dueño, «él cree que está aprendiendo inglés». Esto es lo mejor de Roth, y se lo acabo de contar. Además, no aparece en esta trilogía, sino en Operación Shylock. El resto, ahórrenselo. Si son demasiado jóvenes, por ser demasiado jóvenes. Si son demasiado viejos, porque el psicomatismo es tan real como una apendicitis, y a nadie le deseamos una sesión intensiva de EDR. O sí.

2. El fantasma de Harlot, Norman Mailer.

La crítica más recurrente que se le ha hecho a esta novela de Mailer es que después de 1300 páginas termina con la palabra CONTINUARÁ, así, en mayúsculas. No es esta una cosa tan grave. Ya saben, el viaje y no el destino, las novelas de trama abierta, y un largo etcétera. Lo peor de esta novela de Mailer es que resulta ridícula; es un galimatías que sobrepasa todas las demás novelas del autor. En determinada escena, un agente de la CIA, un hombretón activo, fuerte, atlético, locuaz, un personaje del que Ernest Hemingway se sentiría orgulloso, llega a casa después de una noche de juerga por el Berlín occidental de los años 60, se desnuda y le presenta el culo en pompa a su compañero de trabajo. Le presenta el ano como si requiriera el examen digital rectal del que les hemos aconsejado que huyan mientras puedan, al tiempo que le propone «venga, aprovéchate». ¿Patada o a la carga? Si alguien les dice que esta novela le dio mucha risa, no les mentirá, pero eso no querrá decir que deban leerla.

3. El manantial, Ayn Rand.

Howard Roark es un arquitecto tan independiente, con un sentido de la ética profesional tan acentuado, que solamente diseña los edificios como a él le da la gana. ¿Que el cliente pide otra cosa? Ah, me río de verme tan bello en el espejo. Pero para ser un libro que ha sido interpretado como la Biblia del liberalismo, resulta un tanto contradictorio. A Roark, lo vemos claramente, le importan muy poco el mercado y la ley de la oferta y la demanda. «Mis cojones son claveles» es su lema, aunque Rand lo disfrace un poco con filosofía barata. Porque Roark es un Stalin en potencia, pero sin bigote y con menos gracia a la hora de putear al personal. Y para terminar ganándose las simpatías del lector, viola a una mujer delante de una chimenea y pretende hacernos creer que es un acto de libertad. No invente, señora.

4. El Capital, Karl Marx.

La única virtud de este libro es su poder de persuasión. Porque cualquiera que lo termine, después de haber invertido una cantidad de horas de tedio que se podrían contabilizar en tiempo geológico, no tendrá más remedio que convertirse al marxismo. Nadie querrá reconocer que ha perdido el tiempo de esa manera. Su peor defecto, por otra parte, es su mensaje confuso. A pesar de haberse aplicado sus teorías en medio mundo durante casi un siglo, al parecer nadie las ha entendido correctamente ¡Honecker no era marxista! A lo mejor es que hacían falta 3000 páginas más, quién sabe.

5. La montaña mágica, Thomas Mann.

Cuidado con los alemanes. Así, en general. No sacrifican muflones o gallos negros para después beberse su sangre, pero escriben tochos de miles de páginas, difícilmente apreciables en otras latitudes, con el único propósito de afirmar su superioridad y conquistar el mundo sumiéndolo en un estado de sedación irreversible. El único interés de este libro radica en saber si a principios de siglo el aburrimiento resultaba ser una patología más mortal que la tuberculosis. Es un libro adictivo, les dirán. Sí, no hay duda: durante el resto de sus vidas sufrirán pesadillas recurrentes en las que Settembrini y Naphta le buscan para que ejerza de juez en alguna discusión trascendental, como por ejemplo sobre la conveniencia de llevar sombrero para así poder saludar a las damas conforme a los buenos modales. Una persecución loca por su casa transfigurada en un sanatorio suizo mientras usted busca por los armarios ese remanente de garrafas de estreptomicina que nunca será capaz de encontrar, y que pondría fin a la pesadilla. Si hay algún libro capaz de subirle la fiebre a un cadáver, este es uno de ellos.

6. El Ser y el tiempo, Martin Heidegger.

Para demostrar que no hablamos en balde, aquí tienen un tercer alemán. Seguidito. Podríamos haber escogido cualquiera de sus libros, como por ejemplo el apasionante Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad, en el que se pueden leer (si llegan hasta el final de la frase) títulos de apartados como «El ser anulado por el horizonte uno y triple del tiempo como carácter temporal del ser dejado vacíos», pero El ser y el tiempo es su obra cumbre y la única que hemos leído de pe a pa. ¿Quieren saber lo que supone leer 500 páginas sin entender prácticamente ni una palabra? Los avispados, los ingenieros, los matemáticos, los acostumbrados a afrontar las dificultades de la demostración de algún teorema complejo —los que conocen la existencia de una cosa llamada espacios de Hilbert nos mirarán con desdén, como suelen hacer con cualquiera que haya estudiado una carrera de letras. Bien, pueden empezar el análisis cuando quieran y luego nos lo explican: «Se ha insinuado ya que el Dasein tiene como constitución óntica un ser preontológico…». Ánimo.

7. Ilíada, Homero.

15.000 versos. 15.000. ¿Cuántos gatitos es necesario cuidar para saber apreciar un libro de 15.000 versos? La Ilíada (y su secuela) es uno de los pilares de la civilización occidental, y seguramente supera con mucho a los libros fundacionales de cualquier otra cultura. Esos libros llenos de chinas en pelotas y dioses con mil penes. Pero eso no significa que deban leerlo. No. Podrán seguir con su vida normal sin tener conocimiento de cuántas negras naves aqueas se plantaron delante de Troya, la de las fuertes murallas. Que sí, que es el origen de toda la literatura occidental, pero sáltense XX siglos y empiecen directamente con Tolstói. El de las luengas barbas.

8. Rayuela, Julio Cortázar.

Es una pena, porque relatos como Casa tomada, El perseguidor y otros mucho de los cuentos de Cortázar son auténticas obras maestras de la literatura. En Rayuela le dio por jugar a elige tu propia aventura y resulta que bajo la innovación formal tenemos una protagonista deleznable (La Maga) que inexplicablemente despierta la admiración de mujeres que por lo demás aparentan estar bastante cuerdas. Si no nos hacen caso y lo leen, al menos opten por la versión corta. Si se dedican a saltar de capítulo en capítulo terminarán en alguna de esas disquisiciones de Morelli (el alter ego de Cortázar en el libro) que hacen que en comparación La montaña mágica sea una novela de acción. Pero mejor corran, huyan y compren sus cuentos completos. Esos sí que da igual por dónde empiecen a leerlos.

9. Mecánica teórica de los sistemas de sólidos rígidos, José Antonio Fernández Palacios.

Ajá, el fundamento de todo lo que nos sostiene en pie. ¿Debemos leerlo, por tanto, del mismo modo que debemos leer la Ilíada o la Metamorfosis de Ovidio? Allá ustedes, pero desde el epígrafe del prólogo titulado «Mecánica versus mecánicas» hasta los capítulos finales, donde la explicación de las ecuaciones hamiltonianas probablemente sería incomprensible para el mismísimo William Hamilton, cada una de las páginas de este libro es un atentado contra la pedagogía de la ciencia física. Y su inclusión en esta lista, como podrán adivinar si se percatan de su escasa disponibilidad en las librerías del mundo, una venganza personal. Fuego e ira.

Hay muchos más. Se han salvado de la quema figurada, por ejemplo, títulos tan significativos y populares como Las correcciones, de Jonathan Franzen, Ulises, de James Joyce y El señor de los anillos, de J.R.R Tolkien. Y toda la bibliografía de Coetzee. Las quejas, si las hubiere, pueden elevarse a las autoridades competentes, que en este caso no solo tienen poder omnímodo sobre lo que se publica en sus dominios, sino que además están dotadas de un sentido literario que, como habrán podido comprobar, es muy superior al de cualquier redactor. Y deben saber, además, que los listillos que osaron proponer estos últimos títulos como literatura infumable han sido sometidos a una cruel cura, y deben releer todos esos libros durante sus vacaciones de verano, todos y cada uno de ellos, de principio a fin, pretendiendo además que lo hacen voluntariamente aunque lo que realmente deseen es que los parta un rayo antes de que llegue el momento de darle la vuelta a la siguiente página.

Tomado de: http://www.jotdown.es/2013/07/la-insoportable-pesadez-de-leer/

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