Me he levantado con su sonrisa colgada en mi memoria. Se balancea, pero no cae, así pues, a lo mejor no estoy tan muerto como creía.
No conozco a Nuria, pero indefectiblemente me atrae. Pasamos la mañana
haciendo equilibrios malabares entre la poesía inglesa del XIX, la afición al opio de Thomas de Quincey y la escuela flamenca de pintores; todo ello regado por buenas dosis de café caliente, tibio y frío. Sin embargo, a pesar de lo que pueda parecer, no había ni un solo atisbo de engreimiento en su sinuosa conversación. Trazaba giros que yo me esforzaba en seguir un tanto embotado por la carnalidad de sus labios. Sus palabras eran burbujas que escapaban de forma natural de su copa.
Por la tarde, vimos ballenas. Para mi no fue demasiado agradable, debo ser de los pocos biólogos marinos que se marean, pero contemplar a tan magníficas criaturas es…
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