Desde el sábado de Gloria
no sabía a ciencia cierta
si estaba en las puertas del paraíso
o del infierno.
Diablas y diosas se lo disputaban por parejo.
Le ofrecían
las suculencias de la inmortalidad
y otros confites.
De repente se sintió succionado
por el borrascoso cuerpo
—Ay, ay ¿qué es esto dios mio?—
y por la inmortal besopatía de su amada
que lo conjuraba con plegarias del amor
y las potencias de una docena
de pastillas de Sildenafil de 100 miligramos.
A punta de besos, su mujer
lo levantó del féretro,
Y la muerte se quedó
con los crespos hechos.