Palpo y demarco esta fe de palabras, de gente, de suelos, de libros, de nombres. Conozco su filiación con la escritura, con la familia que viene de lejos, desde Siberia y el tormento del alma rusa, del vodka universal y vaporoso de la literatura, del espíritu y del arte, de la tierra donde Crespo Meléndez, su padre de infinita admiración, pasaba las noches y los días dibujando y escribiéndolo todo, donde su tío había fundado un periódico, donde don Chío Zubillaga era un tótem de la justicia, de verdades espinosas como un cactus de comprometida solidaridad. Conocemos también que un día, mientras estudiaba derecho, se le acercó el terrible y fantástico Adriano González León, rugiendo como nunca en la selva de cemento, y le dijo, sálgase de esa carrera tan torcida y vaya a estudiar lo que es usted desde hace mucho, y él lo escuchó seriamente y se puso a estudiar periodismo, como ya lo sabía el destino, y lo esperaba en la puerta de la escuela Jesús Sanoja Hernández, con la mágica enfermedad de la poesía, la comunicación y la amistad.
Por supuesto que no olvidamos la referencia cultural que adquirió en sus manos el “Papel Literario“ de un periódico que existió en el siglo XX llamado El Nacional, y desde allí impulsó las vidas imaginarias de muchos de quienes vinieron en nuestro país a escribir su vida y su muerte; ni tampoco nos es dado pasar por alto El país ausente, libro donde este poeta, ensayista, cronista, comunicador, hace de su pasión primera, la Repúbilca Bolivariana de Venezuela, una gran sinfonía para coro y orquesta, para gentes y voces que pasaban desapercibidas en la Cuarta República por el festín saudita y la modernidad salvaje, es decir, ese paisaje geográfico, humano y espiritual que estaba haciendo lo que sabía hacer, resistencia en lo primordial, esencia combativa de la identidad en el cinetismo abstracto y burgués de la democracia representativa. La revista Imagen será otra épica y otra época donde Caracas no es la protagonista solitaria y solipsista, sino que marca otra etapa de un país profundo haciéndose visible. Pero terminado este ciclo, esta esfera, este lapso fértil de concreciones editoriales, tenemos que hablar de ese mundo que resulta inseparable del anterior, y que merece mención aparte y prioritaria por su carácter fundante de todo lo que hace o le acontece. Me refiero al poeta que se inició en el órfico secreto de la escritura, con un título que irradiará la riqueza del hallazgo más genuino con la presencia espiritual que tendrá en su obra posterior, hablo de Si el verano es dilatado, y ha continuado con muchísimos más, entre ellos, Novenario, Rayas de Lagartija, Costumbre de sequía, Resolana, Entreabierto, Señores de la distancia, Mediodía o nunca, Sentimentales, Duro, La mirada donde vivimos, Solamente, Lado, Tórtola de más arriba, en resumen, hermosos títulos, como todos los que componen esta obra en prosa, que dan cuenta además de una vehemencia obsesiva y desbordante.
Hablar de Luis Alberto Crespo, como lo hago hoy, a propósito de su libro más reciente, Las hojas de las palabras, más que necesario, es recomendable para acercarnos a la obra como en un rodeo, como en un trasvase de signos y sentidos en ocasión de la misma, a esbozar los diferentes hilos de una trama común, a una sola vida de la que este libro es testimonio, y así traemos acá también la presencia hiperquinética y sabia de este escritor, tanto por los talleres de poesía que ha coordinado con el mismo entusiasmo que lo caracteriza, desde los primeros que conocimos, que fueron los del Centro de Estudios Lainoamericanos Rómulo Gallegos, hasta la actualidad, como por su presencia física, anímica, ética y poética por todos los estados de este país querido, sea como jurado de un premio, como invitado a recitar, o para dar un taller de poesía para niños en Quíbor o en Villa de Cura, o para hablar de periodismo cultural. Ya antes de la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, que dirigió por un buen tiempo y con acierto, le había dado varias vueltas a esta patria con aquel magnífico programa de videos que se llamó Venezuela Tierra Mágica, proyecto que fue impulsado por PDVSA y que todavía esperamos ver de nuevo.
Dejaremos aquí de lado al traductor, al catador de ágaves, ánima prendida del cocui, al elocuente e inagotable conversador de espléndida memoria, al jinete disparado por la vida con animales míticos, al llanero dependiente, a quien bebiera temprano también con ese otro mito, la generación de los sesenta, por otro lado, al amigo de Juan Sánchez Peláez, Alfredo Silva Estrada, Ana Enriqueta Terán, Ramón Palomares, Gustavo Pereira, Enrique Hernández D’Jesús, Gonzalo Ramírez, Vicente Gerbasi, Antonia Palacios, Miguel Otero Silva, Yolanda Pantin, María Auxiliadora Álvarez, Maritza Jiménez, Pedro Ruiz, Andrés Mejía, Antonio Trujillo, Tarek William Saab, Yossy, Zoraida. Valga decir con estas tribus, que Luis Alberto Crespo, a la par de una ingrimitud en toda su poesía, ha sido y es un hombre seducido por la querencia que trae consigo el fenómeno extraño de la amistad. Una fuerza, una pulsión, un instinto cultivado que uno percibe en estas páginas con una claridad jubilosa y definitiva.
Este libro que hoy presentamos bajo el sello de Monte Ávila Editores Latinoamericana, como mencioné, Las hojas de las palabras, le da continuidad a la labor agrupada en El país ausente y vuelve a un tema que quizás se sintetiza en una de las partes que lo componen y que lleva por nombre “Venezuela con las manos y con el corazón”, porque Luis Alberto pertenece a la larga y brillante tradición de artistas, ensayistas, médicos, geógrafos, arquitectos, militares, políticos, campesinos, profesores, botánicos, viajeros que han amado este país, que se han hincado en esta tierra sagrada y han jurado su estallido de amor absoluto por este paisaje, estableciendo un pacto trascendente con esta geografía sensible que nombrara Pedro Cunill Grau con adjetivo feliz, con esta historia compleja y llena de contradicciones, llena de gente como de otro mundo en muchos campos y que siempre apunta, esa alianza, esa apuesta, esa fe, así como en las páginas llenas de fiebre y belleza de este caroreño universal, a un mañana digno, libre y justo para las mayorías.
Lo escribe, este libro, con una prosa cuyo estilo no deja de fascinarme desde antes, encantada con lo que nombra, con el ambiente donde el paisaje, las faenas, los utensilios, las pasiones se presentan como en un gran fresco que le da vida a una atmósfera, a un timbre que busca su salida hacia lo más amplio de la significación específica y se expande en la amplificación metafórica. Escribe por ejemplo lo siguiente cuando nos dice que en un importante viaje que hizo a Elorza en 1984 ó 1985, además de la compañía de José león Tapia, Luis García, Nelson Montiel:
“Lo demás era el siempre: la palma, el gamelote, el chiribital, el gavilán de Loyola y el alambre que abarcaba la tierramenta de que fuera dueño y amo el viejo Fuentes en El Cedral. Un rato más de sartenejas y escarbaduras de ruedas y yeguarizos hubimos de trajinar antes de pararnos en medio de la desmemoria que es la llanura del Alto Apure: la nada por límite y la eternidad por filo de lo invisible. Un talud de arcilla púrpura marcaba la apariencia de lo real entre nosotros y el curso de agua caliente del río Arauca. Del otro lado ocurrían casi como una creación del calor y la luz los techos de Elorza o El Viento, como insiste en nominarla una vieja añoranza de la vieja historia venezolana de antigomecistas y cachapeadores de ganado ajeno”.
Pero diría mal lo que pienso si no destaco que este fragmento que he leído pertenece a un ensayo que lleva por título “El Capitán sin nombre”, donde cuenta su primer encuentro con Hugo Rafael Chávez Frías, cuando este estaba encargado de las famosas fiestas de Apure, y escrito que hizo suyo el presidente Chávez como si se tratara de uno de los regalos y retratos más entrañables y alegres que recibió en su vida. Y es bueno tener en cuenta este detalle para además tratar de entender en algo las paradojas de la existencia, pues será este Capitán sin nombre el que a la larga lo nombrará Embajador en la Unesco, para nuestra suerte, y para la historia de las fotos afortunadas.
La primera de las partes de este libro, la de mayor número de páginas, “Crónicas y notas mientras sucede el olvido”, está dedicada a la lectura del país a través de sus libros, desde un espíritu muy dilatado como el verano y muy curioso como el viento, dándole resonancia y mundo a publicaciones que salen de las editoriales venezolanas, sobre todo tanto de este sello que le edita esta obra como del perro y la rana, a autores consagrados y otros que se inician, a libros escritos por autores de casi todos los estados de Venezuela, siempre con un punto de vista que escribe desde una amplísimo marco de referencias, un enorme conocimiento del país, sus escrituras y sus sueños, y permanentemente con la pupila asertiva en sus anotaciones y deslindes. Aquí también podemos leer escritos sobre las culturas autóctonas, temas pertenecientes a nuestra historia, como poetas y narradores de otras tierras que le han marcado el pecho y la espalda con los tatuajes maravillosos de la vida.
La segunda parte lleva por título “Narraciones, biografías, borraduras”, en ella la lectora y el lector encontrarán páginas sobre Alí Lameda, Andrés Bello, Margot Benacerraf, El Carrao de Palmarito, siempre su padre Antonio Crespo Meléndez, siempre don Chío Zubillaga Perera, y el estado Lara, la capital del municipio Torres, para mencionar algunos temas. Y en la tercera, uno ve pasar a Manuel Espinoza, Paul Celan, Douglas Valiente, Fulgencio Aquino, Javier Villafañe, y tantos nombres que ya no sé a qué sección pertenecen cada uno de los que me vienen a la mente, pero todos son nombrados y traídos a cuento por la pasión de este poeta enamorado de las letras y las gentes de su país y los de más allá.
Y me gustaría finalizar esta presentación, leyendo unas palabras del mismo Luis Alberto para cerrar con un fragmento de este libro que le hubiera encantado a su admirado poeta Antonio Arráiz, y a nosotros nos da una idea perfecta de lo que tratan estas hojas y expresan estas palabras que les recomiendo leer lo más pronto posible:
“Sí, sí puedo, entonces, sí puedo ser de Venezuela: yo la he visto en mí, la he transitado por mi destino, llano lejos, sierra arriba, mar perenne, de hormiga roja y musgo negro, con la selva del Dante y del Casiquiare, Carora sola, así en el cerro como en la melancolía, en la punta de Macuro y en nuestra plenitud; y tanto sendero y sus eternidades, desde mi pecho hasta Guanipa, desde mis ojos hasta los ceibos, desde mis huellas de abismo hasta Chimantá, desde mi boca en el Delta hasta su eterno comienzo en la gota de Taperapecó, o a uña de pasitrote, a pie de arena y paso de monte, con la flor que cruza el río en la barca del japonés Basho y del pemón Kaikutsé, donde se moja el rocío con la estrella y se abre el pétalo con el incendio. Y está el hombre, cada hombre y cada mujer, los del barro y la sequía, los del viento y la espiga, los del colibrí cola de hilo y la garciola real, leyéndonos y escribiéndonos, creándose con nosotros en el conocimiento y en el suspiro. Con ellos recibo esta gracia que me concede la República de 1811 y la de hoy, la misma de Neruda, que me ha hecho ser el hermano del que no conozco. Amén.”
Caracas, 16 de junio de 2014, Miguel Márquez