Publicado el 19 de Febrero de 2014 por Mora Torres
El veneno es una sustancia muy antigua y con muchas variantes, desde el que en pequeñas dosis cura en lugar de matar, hasta el que es fatal apenas la piel toca mucho menos que una gota (Cronología de la utilización de los venenos).
El veneno, por cierto, ha cambiado el curso de la humanidad (La piel de la humanidad) más que la guerra, y que la paz (Comprensión del Mundo entre Guerras), pero ese no es el tema de hoy.
Extraigo párrafos de una hermosa novela cuyo escenario es el siglo X, el XI a lo sumo, no recuerdo bien (El feudalismo):
“A primera vista, a la luz de nuestra lámpara, sólo vimos la superficie calma del líquido. Pero cuando la iluminamos desde arriba vislumbramos en el fondo, exámine, un cuerpo humano desnudo. Lentamente, lo sacamos del agua: era Berengario. Como dijo Guillermo, su rostro sí era el de un ahogado. Las facciones estaban hinchadas. El cuerpo, blanco y fofo, sin pelos, parecía el de una mujer, salvo por el espectáculo obsceno de las fláccidas partes pudendas. Me ruboricé y después tuve un estremecimiento. Me persigné mientras Guillermo bendecía el cadáver.
(…)
“-Esto sí que es curioso… -dijo (Severino, el monje herbolario, dirigiéndose a Guillermo).
“-¿Qué?
“-El otro día observé las manos de Venancio, una vez que su cuerpo estuvo libre de manchas de sangre, y vi un detalle al que no atribuí demasiada importancia. Las yemas de los dedos de la mano derecha estaban oscuras, como manchadas por una sustancia de color negro. Igual que las yemas de estos dos dedos de Berengario, ¿ves? En este caso aparecen también algunas huellas en el tercer dedo. En aquella ocasión pensé que Venancio había tocado tinta en el scriptorium…”.
La novela es de Umberto Eco (Semiología) y se llama, con notable acierto, El nombre de la rosa (Lenguaje, lengua y habla en El nombre de la rosa…), título que no es ninguna concesión poética sino que Eco pensó en el verso de Borges (El doble como transgresión del límite en la obra de Borges), “En las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Quien haya leído la novela, o en todo caso, visto la película, sabe bien por qué menciono la exactitud del nombre elegido.
Existe otro tipo de tóxicos que entrevera la vida, y que no tiene efecto fulminante más que en casos excepcionales y contados: las palabras (Las palabras ocultas en la inteligencia).
De cualquier modo, esta vez hablo de venenos materiales, o casi. La inocente de la semana pasada se esfumó. Era tan bella esa mujer de párpados caídos escribiéndole a Dios, que ya no pude soportarla, me la saqué como un vestido viejo.
Hoy no soy ella; aunque mi veneno sea más bien inmaterial -provocar un infarto-, mis métodos son los de una envenenadora hecha y derecha, como Lucrecia Borgia, la italiana; como Yiya Murano, la argentina.
Pero alguien que termina de leer este cuento me ha dicho: “Nadie queda invicto si acaba de morir”:
El invicto
I
-Dejaste el último cajón del mueble del baño abierto y me reventé la pierna -dijo Héctor mientras tomaban té.
Un poco antes habían estado hablando de los sonidos particulares de las distintas lluvias de su vida en común.
-Llueve sobre aquella pared del patio muy distinto que sobre aquella otra…
-Llueve con el mismo sonido que tenía la lluvia cuando trajimos el gatito aquel día…
-No, era esa especie de música, igual, cuando vino mi hermana de Perú.
Héctor también hablaba de la lluvia, pero la otra persona, su interlocutora, empezó a reconsiderar el caso después de la última frase que Héctor pronunció, que es la primera del relato.
Héctor tenía innumerables obsesiones sobre el peso, el tamaño y el orden de las cosas. Había entrado al baño y había chocado con el cajón abierto.
¿Enteramente abierto? ¿Por la mitad?
Héctor era sincero y preciso: dos centímetros y medio, lo suficiente para, una vez asentado en el inodoro, distraído, relajado y quizá libre de preocupaciones -las preocupaciones de Héctor podían figurar en una antología de preocupaciones, no por lo raras sino por lo inútiles-, estirar desprevenidamente las piernas y golpearse.
La otra persona reconsideró verdaderamente el caso -ya la pasión había muerto hacía unos años, y donde hay un muerto, ¿por qué no pueden haber dos?.
Esta otra persona tenía un humor exquisito y feliz, aunque con rayas negras.
II
Por supuesto que ese otro miembro de la pareja era yo y que no me arrepiento de haber querido eliminar a Héctor, porque en cuanto murió abrí su diario, algo desesperada y dolorosa por el crimen que creí haber cometido, y comprendí que él no había muerto por mi truco final de cucarachas refrigeradas -ah, olvidé decir que tanto como el orden, el peso y la medida, Héctor no podía vivir sino en el mayor de los aseos, en el ascetismo de la higiene, lo aséptico. Por eso yo lavaba con cuidado los platos y los vasos y los secaba a cada uno con una servilleta nueva, pero él volvía a lavarlos casi siempre, y a secarlos con papel de cocina, impoluto.
En su diario escribió:
“Me mato con veneno para ratas porque no puedo soportar la vida con una persona tan desconsiderada. Ayer limpió una olla y le dejó todo el aceite; hoy pasó la escoba por el living y lo dejó con franjas grises. Tampoco puedo decirle que ya no la amo más, porque me miraría con sus grandes y huecos ojos de vaca y me haría víctima de alguna de sus chanzas, con ese sentido del humor que cree tener, tan grosero en realidad, y casi ruin.”
¿Se puede recibir un mensaje post mortem más cruel? Dice que no me ama pero que no va a decírmelo, y lo dice; habla de mí en tercera persona y se burla de mis ojos de vaca y de mi humor, degradándolo. ¡Y la palabra ruin!
Ahora comprendo que cuando abrió la heladera y vio las sucias cucarachas ya estaba casi muerto y sólo buscaba un poco de agua para refrescar su agonía. El gesto de dolor era como de delirium tremens, aunque ¿acaso en el delirio alcohólico o por raticida no se ven bichos como elefantes refrigerados, es decir mis cucarachas? Tal vez ellas aceleraron el efecto.
Pero no me consuela. Yo he muerto sin morir pero seguro que lo haré muy pronto realidad: como ya dije, hay palabras que envenenan y matan, y Héctor lo sabía.
Hasta la última mano me ganó la partida, yo que le preparé un paro cardíaco y él que se preparó veneno.
Envío
No puedo escribir sobre el pueblo venezolano por miedo a dañar a mis amigos… Mando todas las fuerzas de mi corazón… mando todos mis deseos de paz y de triunfo…